(Review de El Maestro de Go, de Yasunari Kawabata)
«-Basta. No lo soporto. No me gusta que la gente muera.»
El Maestro de Go, obra que según dicen fue la preferida de su autor Yasunari Kawabata, tiene raíces en hechos reales. ¿Es esta una crónica o algo más? Tiene apariencia de crónica de los seis meses del último torneo del gran Maestro de Go, Honnimbo Shusai, en el que el autor fue reportero para un periódico haciendo sesenta y cuatro entregas de los avances de la competencia, y acompañando de cerca con cuidadosa observación, no solo los movimientos en el tablero de juego, sino las corrientes cambiantes al interior del alma de los dos jugadores.
Es el testimonio de una caída, de la muerte. Un expectante acompañamiento del final, del lento marchitar de un «Maestro invencible», una crónica poética en donde ninguna de las dos empaña la presencia de la otra; no aplasta la crónica a la sublime poesía, no embriaga la poesía a la franqueza del acto. Es, pues, una crónica poética, un juego de arte, un respeto por el vacío del juego.
El Go, llamado también como «el juego del envolvimiento» por su traducción de la palabra Weiqi, o «el juego de rodear» es en realidad un juego del vacío. El objetivo del juego es rodear más puntos vacíos (territorio) del oponente. Para los que hemos intentado jugar este particular juego, nos ha sorprendido en algún momento el encuentro con otra dimensionalidad espacial, y su necesidad de una estrategia compleja armada por una mente aguda. En algún momento del libro Kawabata se pregunta si tal vez los extranjeros no están hechos para el Go; «al Go occidental le falta alma», y nos explica que el juego oriental ha traspasado lo que significa juego y prueba de fuerza, convirtiéndose en un modo de arte. Hay cierto misterio y nobleza orientales en él. Y si bien el Go entró a Japón desde China, los japoneses lo enaltecieron y se vinculó muy bien con su cultura, floreciendo armónicamente. La sabiduría de el «camino de los trescientos sesenta y uno» (el número de puntos en el juego de Go), como le llamaban, con el que los chinos abarcaron los principios de la naturaleza y el universo y de la vida humana, es por tanto, un juego de «amplios poderes espirituales».
Y seguramente en ninguna otra nación, un certamen tomaría seis meses, ni se exhibiría el nivel de respeto y honra con que los contrincantes de este juego viven su encuentro con el Go. El juego como una obra de arte; una obra de arte ante el vacío. La crónica de Yasunari se siente en su peso de realidad cada vez que con cuidadoso registro señala los tiempos entre jugadas, que pueden ser de horas enteras. Parece como si su crónica fuera de ese tiempo «vacío» que se respira tan lleno de sentimientos inexpresados y torbellinos de pensamientos, o de misteriosas ausencias, como las de la mente del Gran Maestro. ¿Cómo dejar por fuera de cualquier expresión artística y hasta de la vida japonesa, la presencia de un cierto vacío?
«Hay claridad y oscuridad en el Go», le responden a Kawabata. Hay forma y vacío. Hay movimiento e inacción. Hay blanco y negro. La oscuridad de Otake, contrincante joven y antiguo discípulo del maestro, para quien la victoria de este torneo sería la gloria, se deja traslucir manchando de inseguridad e insatisfacción personal el transcurso del juego. ¿Habría significado para Otake ese juego una real victoria sabiendo que el maestro empeoraba cada día más? ¿Se negaba a aceptar los recesos de la última fase para quebrar psicológicamente al maestro? Su molestia era generada por tener que jugar al ritmo de la enfermedad del Maestro, o una forma de ejercer presión en un juego tan significativo. En todo caso, su movimiento definitivo, aquel en que como una estocada sorprende al Maestro y lo descoloca, «fue como derramar tinta sobre una pintura recién terminada».
Kawabata lo expresa así: «El Maestro había colocado el juego a nivel de obra de arte. Era como si la tarea, semejante a una pintura, hubiera sido manchada en el momento de mayor tensión. Ese juego de negro contra blanco, de blanco contra negro, tenía el designio y las formas de una creación artística. Tenía el vuelo del espíritu y la armonía de la música. Todo se desvirtuaba si sonaba una nota en falso, o si una parte del dueto repentinamente se salía de la forma y entraba en un excéntrico desarrollo propio. La obra maestra de un juego no podía arruinarse por la insensibilidad de sentimientos de un adversario.»
El Go, ese juego que es obra de arte viva, y por tanto nace, se mueve y muere. Ese combate de pensamientos demasiado poderosos, intercambio de tenacidades, trae en este libro el sutil canto de la tristeza por la caída y la muerte, vistas y expresadas con el absoluto cuidado del arte de lo simple y sublime de la pluma de Kawabata; hombre atravesado por la muerte durante toda su vida, y quien expresa con el último aliento de esta historia, como en un acto rebelde, su insoportable rechazo ante ésta.
Por Emma Sánchez
