Recuerdo el diente de oro. La noche estaba metálica y bien negra, pero le brillaba como pepita de oro perdida en la caverna. Aunque estaba muy borracho esa noche, lo recuerdo bien. Eso me hizo acercarme. Cómo no va uno a recordar la noche en que se encontró el cuerpo en el piso del famoso Pedro Navaja. La vida te da sorpresas, como decía mi abuelita. O creo que decía que el que ríe de último ríe mejor, ya no me acuerdo. Y aunque yo en cambio estoy mueco del lado derecho, y tengo los dientes negros de lo podridos, me reí mucho al ver el oro brillando de esa boca tiesa. Ay Pedrito, creíste que ibas a comerte una sardina y un tiburón ensartaste. Te encontraste con la Negra y adivina qué, te dañó el caminao, hermano. Ese de matón de barrio, con el gabán grande y las manos siempre dentro de los bolsillos para que nadie supiera nunca con cuál estabas acariciando el puñal. La Negra si que me dio pesar que se muriera, aunque tampoco mucho porque la vieja era bien jodida, pero estaba muy buena. Con esa hembra bien cabreada uno no se quería encontrar ni por las curvas. Seguro le había ido mal a la pobre también esa noche y ninguno de los dos se iba a aguantar las ganas de echarse un herido encima, pa desquitarse con la vida.
De la pelea de los dos a mi por lo menos me quedaron unos pesos, el puñal y el revólver para mi colección. Dejé ahí tirados los cuerpos y me fui bailando. Había que irse rápido porque el carro negro yo ya lo había visto pasar. Todos sabíamos que era la poli, y las calles quedaban como de fantasmas. Una hora antes de que a estos dos les diera por matarse, la Negra estuvo recorriendo como cinco veces la acera entera de la cuadra intentando conseguir clientes y nada. Iba pa aquí y pa allá cada vez más desesperada. Me mareaba. Yo la vi porque me había encontrado una botellita de ron del bueno, el Havana, y me lo estaba tomando al frente, al lado del tarro de basura. Ahí fue que vi como la pobre Negra se fue al zaguán, a tomarse un trago, supongo. Si me hubiera caído mejor hasta le ofrecía del mío, pero me lo eché todo al buche casi que de un tirón. Y cuando me estaba dando los últimos traguitos, ahí yo ya andaba cerca al zaguán, y vi al Pedro cruzando a la carrera la calle. Cuando sacó el puñal para clavárselo por la espalda, dije: “mierda, pobre Negra”. Alzó la mano y te juro por mi abuelita que se veía como un murciélago. Pero la Negra no se iba a dejar matar así como si nada, y de pronto un disparo quebró la noche, mi botella vibró toda. Sí, cuando ya lo tenía encima de la espalda la Negra disparó y el Pedro pa atrás pa atrás pa atrás como tres pasos mientras se tambaleaba. A mi se me quedó un chorro de ron por el pescuezo bajando y con la boca abierta me tambaleé igual que el Pedro. Alcancé a ver que la Negra se sonreía macabra y le hablaba. Sí, te juro que le hablaba. Algo como que: “tu estás en na’a, Pedro”, así con ese acento de puertorra que tanto me gustaba. Y yo ya me había recostado a la pared mirando pa todo lado a ver si se venía el carro negro. Cuando la Negra cayó dejando un sonido bien metálico en el piso, vi que hubo gente que cerró las ventanas de los edificios de enfrente, y ahí fue cuando me acerqué. A cada paso me iba dando más gracia. El brillito del diente de esa boca asquerosa de presumido me causó un ataque de risa. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, le decía al pedrito mientras le saqué la plata del gabán, y más me reí cuando vi que llevaba una estampita de la virgen de Guadalupe, pobre cabrón.
¿Y luego? Pues me fui cantando desafinado por el callejón para que no me fueran a agarrar los polis, así con mi actitud de como quien no ha visto nada de nada. Cuando de pronto alguien de una ventana del edificio de al lado me grito: “Colombiano, mejor que corras”. Miré para arriba a ver quién me había distinguido pero no vi a nadie. Las sirenas empezaron a sonar cerquita y yo iba pegando carrera a lo loco. Sudé todo el ron en cinco minutos. Casi que no los depisto. Solo pensaba: “a la cárcel no vuelvo en mi puta vida, y menos por encontrarme a Pedro”. Si el hijueputa se merecía morirse bien muerto, y cómo estaría de indignado allá en el mundo de las ánimas viendo que lo mató una mujer. ¡Ja! eso sí que me hacía reírme, aunque de la carrera no me quedara ni aliento.
Como a la media hora llegué a donde Marisol. Le di como cincuenta vueltas a la calle, porque la vieja vivía en esa época en el puro corazón de El Barrio, como todavía le dicen al Spanish Harlem, y yo tenía mucha gente por allá a la que no le gustaba verme. Casi no me abre la muy perra, me tocó mostrarle la plata. Cuando entré a esa pocilga en la que vivía con mi hijo, la muy infeliz estaba con un tipo en la sala y estaban preparando un reguero de líneas de coca en la mesa. Hasta la tenía toda pegada de la nariz, la muy perra. La zarandeé para que aterrizara, y que qué pasó con el niño, le decía. Y ella toda desvergonzada diciéndome que fresco, que lo tenía su mamá que lo estaba cuidando. Y pues ahí me tranquilicé porque mi suegra lo cuida mejor que la perra de Marisol. Me tentó tanto la blanquita en la mesa que les pregunté si me les podía unir, y el tipo dijo que si, que cogiera un par de rayas, que era de mi tierra.
Me acomodé y cuando había aspirado lo mío lo miré a la cara. Qué sorpresa, era el chulo de la Negra. Si, al que le dicen el Gafas, porque siempre anda cambiando lentes oscuros. Me quedé pasmado. Me preguntó qué me pasaba. Le pregunté si ya sabía. Y pues que claro que el tipo no sabía nada, si llevaba horas despistado ahí con Marisol. Le dije que a la Negra la habían matado, que la vieja llevaba como una hora buscando clientes y la noche estaba floja, y mientras me iba aspirando dos liniecitas más, le informaba bien todo el asunto. Cuando le dije que fue el Pedro, el Navaja, que también como que había tenido mala noche, el Gafas ya se agarraba la cabeza y maldecía encabronado.
Y fíjate tú cómo la vida te da sorpresas. El Gafas iba contando que el Navaja le debía plata y esa misma tarde habían peleado. El Gafas pidiéndole su money lo había amenazado. Pedro le dijo que jurao por la de Guadalupe esa noche la conseguía, y quedaban en paz. ¡Ja! me reía. Ahora qué ironía, decía yo, mientras el chulo daba vueltas por la pocilga de Marisol casi a punto de botar babaza por la boca.
Al rato me levanté bien lúcido después de los pases de mi polvito colombiano, me despedí de Marisol regalándole el smith and wesson, del especial, pa que se librara de todo mal. Y cantando me fui:
La vida te da sorpresas. Sorpresas te da la vida, ay Dios.
(Relato a partir de la canción Pedro Navaja, producto para una clase con el escritor José Vicente Ferris)
Por Emma Sánchez
