Mi abuela me regañaba cada vez que andaba descalza por la casa. Mi mamá armaba un escándalo si decía que iba a teñirme el pelo de azul. A mi mamá su madre la bajaba del palo de mango si pasaba mucho tiempo sentada en las ramas devorándolos, uno tras otro, y se untaba la ropa. Mi mamá me enseñaba a cerrar bien las piernas si llevaba falda (por eso preferí los pantalones). A mi abuela… seguro la llenaron tanto de prohibiciones que le daba miedo la vida.

Una vez, cerca a mis dieciséis años, le pregunté a mi papá por qué me cuidaban tanto que no me dejaban ir en bus libremente por Cali, conocer más la ciudad, caminarla. «Si yo fuera tu hijo hombre me estarías dando plata para el bus y no llevándome en el carro para todo lado», le dije. Se quedó callado porque él había llegado de un pueblo del Valle del Cauca a Cali a la misma edad que yo tenía entonces, y siempre contaba cómo conoció la ciudad a fuerza de perderse en bus. Me aceptó que con los hombres los padres y las madres se sienten más tranquilos. Lo dijo con dulzura mientras yo rabiaba por sentirme tan insultada por esa supuesta fragilidad de mi género, de mi sexo, que yo no quería, que no pedí.

Claro, en este mundo tan violento para mujeres, te entiendo ahora, papá. Aunque un entumecimiento similar al del dolor de la resignación me nubla los hombros. Duro es seguir corroborando que la libertad de niñas es condicionada y utópica.

No es exageración decir que la falta de libertad de la niña, la mujer adulta la encuentra de sorpresa en todos los niveles de su existencia, desde las pequeñas cosas; como que ahora yo busque las chanclas obsesivamente para andar por mi casa, sin darme el placer de hacerlo pati descalza. En este momento no soy tan vieja, pero tampoco tan joven. Acabo de cumplir 40 y hay una tristeza que me grita cuando me encuentro presa de las privaciones de libertad que sin sentido me impusieron de tan chica.

(Ahora me descalzo. El suelo frío me cosquillea en los huesos de las piernas).

Quiero proponerme la libertad de las formas, de las condiciones frágiles, de las delicadezas impostadas, pero no soy capaz de caminar sola en la calle sin sentir que estoy presa en un mundo que está dispuesto a maltratarme, que fácilmente me viola y me penetra, me clava con la injusticia de las demandas de compostura, de quietud, de limpieza, de belleza, de ser centrada y enfocada como una buena mujer, de ser capaz pero a la vez dulce, de ser entregada y cuidadora… de no andar descalza, o dios no quiera que sin manicure, con celulitis o canas sin tinturar. Tengo 40 y desde la celda me doy cuenta. Sé que muchas lo hacemos. Aún somos principiantes medio incapaces de saber con certeza si nos estamos cuidando bien. Un género entero, la mitad de la humanidad del planeta saliendo de un secuestro prolongado sin saber qué es sentirse en verdad libre de andar por la calle desnuda en su ser de niña y mujer.

Emma Sánchez Bedoya


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