Hago la confesión de una especie de placer culpable que tengo. Me embriaga un amor que me avergüenza -probablemente sin sentido- por las series, películas o documentales de sectas religiosas. Grupos de creencias irrefutables desde las más exasperantes por su claro absurdo hasta las más intrigantes por el misterio de lo posible. Me impacta, y también he de decir (aquí viene lo vergonzoso de mi confesión), que me deleita. He pasado horas embobada viendo la increíble organización oscura que formó Osho, el lavado de cerebro tan abominable de Jim Jones con su Templo del pueblo que propició el suicidio masivo más grande de la historia; más de 900 personas desplomadas por una creencia que se les comió el cerebro con la rapidez de una bacteria. Así mismo, la Familia de Manson, La puerta del cielo en California, The children of God que se convirtió en una red de abuso sexual infantil, al igual que el pueblo (sí, un pueblo entero en Arizona) de los masones en donde a niñas de trece años las casaban con viejos de ochenta, y nunca podían salir de ahí. El documental en Netflix las entrevista ahora adultas y dan ganas de llorar. Pero aquí no me propongo hacer un listado, que sería muy largo, ni contarles las características comunes que encuentro entre ellos y este fenómeno del «brainwashing» y el abuso de poder. Mi pregunta, la que se me queda revoloteando en la mente como una bruma después de ver todas estas historias, es más por otra cosa: ¿qué es lo que nos hace creer?
¿Cuál es la naturaleza del creer? Esta podría ser la pregunta que quiero aventurarme a organizar aquí. Y me implica mirar hacia la filosofía analítica. Una creencia se puede definir como la aceptación o convicción mental de la verdad o actualidad de alguna idea*. Según muchos filósofos analíticos, una creencia es una “actitud proposicional”: como proposición, tiene un significado específico que puede expresarse en forma de oración; como actitud, implica una postura mental sobre la validez de la proposición. Las creencias involucran por lo menos dos propiedades: una, un contenido representacional y dos, una supuesta veracidad**. Es importante notar, sin embargo, que las creencias no necesitan ser conscientes o articuladas lingüísticamente. Es seguro que la mayoría de las creencias que tenemos permanezcan inconscientes o fuera de la conciencia inmediata, y tengan un contenido relativamente mundano: por ejemplo, que los sentidos de uno revelan un entorno que es físicamente real, o que sus acciones en el presente puede traer resultados en el futuro. Así, las creencias típicamente describen representaciones ontológicas duraderas e incuestionables del mundo y comprenden convicciones primarias sobre eventos, causas, agencia y objetos que los sujetos usan y aceptan como verídicos.
Aunque las creencias puedan ser obvias, son significativas porque las consideramos verdaderas y nos proporcionan la base para comprender el mundo y actuar en él. Los sistemas de creencias nos dan el «andamiaje mental» para evaluar el entorno, explicar nuevas observaciones y construir un significado compartido del mundo. Y los seres humanos defendemos esos significados y visiones del mundo con garras y dientes. Pensemos nada más en la transición social crítica, obtusa y desgastante que vivió la humanidad para aceptar que es la Tierra la que gira alrededor del Sol.
En un sentido más inmediato, las creencias nos permiten interpretar y evaluar nuestra experiencia en curso y ubicarla dentro de un contexto significativo más amplio que involucra el pasado y el futuro. Y por supuesto, las creencias tienen consecuencias emocionales significativas. Solo pensar en cómo nos agitamos y revolcamos por dentro cuando debemos debatir con votantes del candidato político opositor a nuestras creencias. Además, éstas brindan una base para la acción al proporcionar tanto una representación del entorno como un marco de objetivos y acciones. Es decir, por lo que creemos actuamos.
¿Y qué función tiene creer? Hay 4 funciones que se superponen pero que se pueden encontrar en esta capacidad humana de creer: la primera, creer provee una representación consistente y coherente del mundo de un sujeto; la segunda, las creencias ayudan a una interpretación explicatoria del mundo y con ella de toda la información entrante; tercera, este marco explicatorio de creencias ayuda a configurar y calibrar los sistemas cognitivos básicos, como la percepción, el lenguaje, la memoria y la atención; y cuarto, a un nivel interpersonal las creencias tienen una función social, pues permiten navegar las interacciones sociales, interpretar las intenciones de otros y tener un sentido de pertenencia colectiva y seguridad.
Es casi que abominable la ceguera que nos puede traer una creencia, nada más pensar que se ha estudiado su influencia hasta para la mala interpretación de las ilusiones visuales. Lo que hace parte de nuestro sistema de creencias puede calibrar y confundir lo que perciben nuestros sentidos. Porque cuando la mente es desafiada con nueva información que no encaja coherentemente, va a buscar ajustarla a sus creencias como marco referencial del funcionamiento del mundo. Además, el grado de coherencia entre creencias será muy importante. Algunos filósofos han argumentado que éstas solo pueden ser entendidas en relación a un background de otras creencias y deseos.
Por supuesto que en el proceso de construcción de una creencia hay una búsqueda de significado. Y cuando pienso en las personas participantes de estos grupos y sectas, los supongo aquejados de una falta de sentido existencial, un vacío o caos ante la gran pregunta de la existencia. Lo que le ofrecen estos «gurús», maestros, mesías autoproclamados es por un lado una figura que siempre parece un padre, pero un padre amoroso y cuidador, un padre-madre, en el cual pueden refugiarse para obtener guía y a la vez consuelo. Un padre con un «sujeto supuesto saber» del que se habla en psicoanálisis; una atribución simbólica de un saber que le falta al sujeto, que rellenaría ese vacío y que es proyectado en el otro. Y ocurre la transferencia, la idealización y amor sin límites que la creencia de atribución de sabiduría y guianza permite, que el sujeto se acurruque en un lugar donde se siente sostenido y acogido. Se desencadena en estas personas una suerte de regresión. Y después de horas de ver imágenes, proyecciones de videos internos de cada secta, pequeños fragmentos de conversación de estos gurús con sus seguidores, y escuchar a los y las entrevistadas, siempre se me revuelve el estómago con esta sensación de fastidio de ver adultos aniñados.
El lavado cerebral generado por estos gurús que en su mayoría son hombres con psicopatologías severas, me asombra, me conmueve y a la vez me indigna. Porque sus miles de seguidores -y de las religiones actuales que también conservan esta corriente invadida con el mundo privado de sus feligreses- son quienes también nos muestran la gran patología social. Solo en una sociedad muy enferma, carente de funciones paternas y maternas sanas, se puede criar a las hordas de fieles y ciegos seguidores con el significado de la vida perdido, o incapaces de resistir la búsqueda de tal significado, labor difícil pero vital de nuestra existencia. La total fragilidad para sostener un pensamiento crítico y una postura de libertad personal, entregada con la mayor facilidad a cambio de un guía que prometa llenar el vacío imposible de llenar de nuestra condición humana.
Más que los gurús psicópatas y delirantes me aterra el encuentro evidente con la fragilidad psicológica viral de nuestra sociedad moderna.
Emma Sánchez.
*Schwitzgebel, 2010
**Stephens y Graham, 2004